viernes, 23 de abril de 2010

Bullying, la violencia gratuita.



La omnipresencia de la violencia ha alcanzado a todas las edades; no es de sorprender que la presencia de violencia entre escolares dentro del sistema educativo es solo la antesala para fenómenos de mayor escala a lo largo de todas las etapas de la vida.


Cuando se habla de violencia es normal establecer una dicotomía entre violentado y violentador, sin embargo se olvida incluir a un tercer elemento: los espectadores. Porque todo acto de violencia es en si un espectáculo; los deportes, como violencia sublimada, así lo dejan entrever. Es entonces importante contemplar a este elemento que se postula como capital en el análisis de la violencia escolar.

La violencia como espectáculo es una reacción a la cada vez mas controladora disciplina utilizada en las escuelas. Ante la represión del deseo tal como se presenta en las aulas lo único que se provoca es el desvío de esos impulsos pero no su supresión. De ese modo todo el sometimiento pasivo dentro del salón de clases encuentra su expresión en la violencia intra y extraescolar.


Las pobres medidas disciplinarias de orden y control en los planteles solo incuban mas y mas violencia, porque las autoridades únicamente silencian los eventos como no queriendo ser partícipes de los mismos. Actúan entonces del mismo modo que los cómplices-espectadores que no denuncian el acto violentador. Pero en el caso de las estructuras de poder esto es mas grave, porque entonces se habla de negligencia y tolerancia ante dichas manifestaciones.

El bullying igual que la violencia doméstica ha cobrado importancia hasta hace poco tiempo. Siempre ha existido pero era ignorado o tolerado; las instancias jurídicas nunca lo atendieron suponiendo que era de carácter estrictamente privado entre iguales y que bastaría con la disciplina escolar para controlarlo. Se consideró una cuestión infantil y una preparación para la vida, para aprender a defenderse. Las autoridades le han dado la connotación de conflicto escolar para negar su carácter de violencia.


El bullying aparenta ser una violencia sin sentido; sin embargo no puede haber algo que carezca de sentido. Mas bien el bullying debería considerarse, junto con su equivalente adulto del mobbing, como una violencia gratuita. El segundo implica una regresión al estadio infantil de omnipotencia y a la situación perversa preobjetal en donde el otro es considerado una extensión del propio cuerpo y no un objeto separado y autónomo por lo que puede manipulársele sin preocupación por él.

El bullying y el mobbing se juegan a partir de la crisis entre identidad y poder.

  • Es de identidad porque la unión de varios compañeros contra otro u otros permite amarse ellos mismos a condición de dirigir la agresión hacia los de afuera. Así mismo la posición de los espectadores es de identificación con el agresor tratando de ser amados por él para no ser atacados.
  • Es de poder porque el acosador se coloca en el lugar de la ley (ya sea como vengador o abusador) para castigar a otros; los espectadores en este caso colaboran con un pacto de silencio, cerrando así el círculo perverso.
Analizando a todos los involucrados en un acto de bullying – sin negar el carácter particular de cada caso – pueden encontrarse los siguientes aspectos:

  • El acosador: No es un problema moral sino una situación perversa (porque se mantiene un secreto o un pacto con un auditorio cómplice en acción y omisión) y sociopática (por el abuso y violación de los derechos de los demás). Para él, su actuación es correcta y por lo tanto, no se auto-condena, lo que no quiere decir que no sufra por ello.
  • El acosado: Es elegido por una cualidad, una excepcionalidad que lo hace sentir “especial”. Su tardía reacción se debe entonces a la “seducción” de su posición privilegiada; el acoso le da un lugar que espera mantener y no perder, de ahí su carácter masoquista y neurótico.
  • Los espectadores: La palabra es lo único que permite desarticular el juego perverso del bullying, sin embargo el grupo mantiene una relación de ambivalencia (respeto y miedo) ante el acosador. El espectador ocupa la posición de un voyeurista o ecuterista al respecto del cuarto de los padres; convertirse en delator lo excluiría de la relación con ellos, se sentiría entonces abandonado, o en este caso a la deriva con la posibilidad de convertirse él mismo en blanco de los ataques.

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